La sal en la historia de Chiclana
El consumo de sal se hizo imprescindible para el ser humano a partir del Neolítico, cuando las sociedades de cazadores-recolectores se convierten en productores (Oriente Medio: 8.500 a C.), ya que, hasta entonces, el abundante consumo de carne resultaba suficiente para su desarrollo biológico. La sal, sin embargo, además de condimento alimenticio, era ya conocida por sus propiedades como conservante. Precisamente, al Neolítico se ha adscrito las primeras salinas al borde del mar en España, las situadas en el Bajo Guadalquivir (Las marismillas, La Puebla del Río).
La extracción y uso de la sal se conocía ampliamente ya en China (2.700 a. C) y en el Antiguo Egipto, en donde eran un elemento imprescindible para la momificación. Los fenicios, con la colonización de todo el Mediterráneo hasta Cádiz, también conocían los usos y beneficios de la sal: con ella se alimentaba el ganado, se curtían sus pieles, se obtenía la púrpura o, incluso, se mejoraban los vinos. Y, sobre todo, era imprescindible para las conservas, en especial la del preciado atún.
La transformación antrópica de las marismas de San Fernando, Puerto Real y Chiclana, que son en las que tradicionalmente se ha producido un mayor índice de ocupación salinera, tienen su origen con la llegada de los fenicios hace más de tres mil años. Aunque hacia 4.500 a C. –mucho antes de la colmatación que hoy conocemos como el Parque Natura de la Bahía de Cádiz–, llega a decir Carlos Alonso Villalobos, ya existían amplias zonas de marismas en El Puerto, Cádiz, San Fernando y también Chiclana. “Sobre ellas –añade– pudieron y debieron asentarse numerosas salinas, en las que desde época romana se empleaban técnicas muy parecidas a las de nuestras salinas tradicionales”.
Las salinas tradicionales gaditanas son el testimonio de la convivencia del hombre con su entorno. Los fenicios fueron, antes de los romanos, quienes desarrollaron toda una industria de la sal en estrecho vínculo con el culto al dios Melqart. La presencia del gran templo dedicado al dios fenicio –deidad en principio solar, agrícola y de la primavera; luego patrón del mar– en el islote de Sancti Petri vincula la recolección de sal en la marisma circundante, donde era “factible y ventajoso obtener sal por evaporación solar”. Es Estrabón quien cuenta cómo los fenicios de Gadir ya comercializaban con las Cassiterides cambiando sal por plomo y estaño. Y que la producción de sal y salazones de pescado era una de las principales actividades económicas.
Sin embargo, la “recolección” de sal debió alcanzar su auge en los siglo V y IV a C. bajo la dominación romana por la exportación de las famosas salazones, de la “salsamenta” y el garum, procedente de Gades y que se comercializaban en todo el Mediterráneo. Además, controlar su producción y distribución llegó a ser un objetivo fundamental desde la remota antigüedad. Roma legisló ya en torno al “monopolio” de la sal como bien de Estado. Plinio el Viejo llegó a afirmar que no era concebible una sociedad sin sal, por su importancia para la ganadería, la alimentación, la salud o los ritos religiosos. Y la economía. El “salario” nació ya en Roma como un suplemento en sal a los pagos dinerarios, sobre todo a las tropas.
Gades y el resto de ciudades de su conuentus eran sinónimo de la prosperidad derivada del mar. La alta densidad de las factorías pesquero-conserveras en toda la Bahía de Cádiz, así como alfares de producción de ánforas, contrasta con una carencia documental, también en las fuentes escritas, sobre la extracción de sal en época romana, que debió ser por evaporación tanto sobre fango como sobre roca. El uso masivo de sal que exigía la industria de salazones y salsas está vinculado directamente a la existencia de las salinas litorales en las costas gaditanas. En Chiclana, se han hallado numerosos alfares romanos en el entorno del río Iro y , más al sur, en la playa de La Barrosa.
La existencia de una industria alrededor de las salazones, el garum o las explotaciones salineras se mantuvo, al menos, hasta el siglo III, cuando se redujo notablemente su producción hasta prácticamente desaparecer.
Aunque apenas hay vestigios del mantenimiento de las salinas costeras durante la invasión musulmana, sí se han constatado explotaciones en la Puente de Cádiz –en torno al caño Zurraque– o El Puerto de Santa María. Así se ha documentado el envío de sal a Málaga para su uso en la industria conservera de la anchoa. No resurge hasta el siglo XIII y XIV con la reconquista. Pero es en el siglo XV cuando ya aparecen documentos notariales que demuestran la existencia de numerosas salinas en el marco de la Bahía, vinculadas sin duda al auge de la pesca y, en especial, del comercio con Indias, que estaba en manos de las casas nobiliarias de los Ponce de León –la Casa de Arcos regía Cádiz– y el ducado de Medinaceli, fundamentalmente en El Puerto de Santa María.
Las explotaciones salineras de Chiclana, ya en 1500, estaban entre las más importantes de Andalucía, junto a Sanlúcar, El Puerto, Cádiz, Puerto Real y la entonces Isla de León. En las Ordenanzas Municipales aprobadas por el duque de Medina Sidonia en 1504 se cita, expresamente, la prohibición en Chiclana de que “los bueyes e otros ganados” pasten en terrenos de salinas, porque éstas “reciben mucho daño”. La bibliografía es extensísima. Gracias a profesor Emilio Martín Gutiérrez sabemos que en Chiclana, a partir de 1532, por ejemplo, se extendió la roturación de tierras de marismas para explotaciones salineras. El quinto duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán, concedía ese año a Diego Martín, salinero y vecino de la villa, “un sitio de tierra calma ubicado en el camino de la Quebrada para hace doscientos tajos en las salinas del duque” a cambio del pago de cuarenta cahíces anuales como renta.
En un memorial con “Los reçeptores de la sal de la costa del Andaluzía”, fechado en 1563, consta que Hernando de Alza recibía 94.400 maravedíes por la venta de sal en Chiclana. La villa, vinculada a la jurisdicción del duque de Medina Sidonia, experimentó una profunda transformación a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Martín Gutiérrez ha documentado, por ejemplo, la venta en 1577 de mil tajos de salinas –“delimintadas por los ríos Yeso y de la Villa”– del pago de Las Albinas. Las salinas del Caño del Labrador estuvieron en explotación gracias al ducado de Medina Sidonia desde los años treinta del siglo XVI, y del Concejo, desde los setenta. Aunque Chiclana no fue un centro exportador de cahíces de sal con destinos a la costa atlántica y la carrera de Indias –como sí fue, sobre todo, El Puerto de Santa María–, el profesor Martín Gutiérrez ha documentado algunas ventas dirigida a la exportación en el último tercio del siglo XVI, como la realiza por el prebístero Bartolomé García Ballestero –arrendatario de un número indeterminado de salinas “questán en el término desta villa”– al maestre Juan Duxont en 1676. La sal recogida en Chiclana debía, por una parte, satisfacer la demanda interna y, por otra, estar conectado con las almadrabas que poseía el duque tanto en Conil como en Vejer.
La importancia de las salinas de Chiclana en el contexto de la Bahía era, hasta el siglo XVIII, secundario. El mapa “La Bahía de Cádiz y sus contornos en 1743” trazado por el ingeniero Joseph Barnola –conservado en el Museo Naval de Madrid–, representa las salinas gaditanas antes del terremoto de Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, que afectó gravemente a la costa de Cádiz. En este documento, por ejemplo, se aprecia la práctica ausencia de salinas en Chiclana, área en la que todavía se observa el drenaje natural de la marisma antes de su transformación en lucios, retenidas o tajos. Domingo Bohórquez hablaba de que entre el siglo XVII y XVIII desapareció la producción salinera en Chiclana, al quedarse fuera del llamado “estanco de la sal”, con el que la gran parte de las salinas en España y en casi toda la provincia pasaron a manos del Estado. No fue así, exactamente, aunque sí la producción de sal en Chiclana fue durante estos siglos inferior a otras ciudades de la provincia. En 1788 se vendieron en la Administración de las Rentas de la Sal en Chiclana un total de 712 fanegas, una cantidad superior a la de San Fernando y Puerto Real, aunque por debajo de las que vendían Jerez (que explotaba tajos de Matagorda) o El Puerto de Santa María.
En 1792, tan solo existen datos de una única salina, la misma que en 1821 seguía produciendo sal en Chiclana. Pero el profesor Juan Torrejón ha contabilizado 21 salinas en producción en la ciudad ya en 1861, año en el que existían un total de 111 en la Bahía de Cádiz, según la documentación del Gremio de Cosecheros de Sal del Partido de Cádiz. Solo doce de ellas eran del Estado –9 en Puerto Real y 3 en San Fernando– frente a las 99 de propietarios particulares. Las salinas de Chiclana, ya desde Felipe II, siempre fueron privadas. Veinte años más tarde, en 1881, aumentó el número de salinas en Chiclana a 30, la segunda ciudad de la Bahía en producción por detrás de Puerto Real (69). Esa explosión durante finales del siglo XVIII y buena parte del XIX representa lo que algunos cronistas han llamado el “furor salinero” de la Bahía de Cádiz, motivado por la abolición del “estanco de la Sal”. La libre competencia y la gran demanda de sal tuvo, sin embargo, una consecuencia fundamental en el medio ambiente: “La separación del continente” del “brazo de mar llamado de Sancti-Petri” al haberse cerrado “con los muros de las vueltas de afuera y las compuertas la libre circulación de las aguas”, como afirma el profesor Torrejón.
En 1894, el Concierto General de Cosecheros de Sales en Cádiz estaba integrado por seis agrupaciones, que representan a 143 salinas. En total, la marisma salinera gaditana llegó a ocupar unas 8.000 hectáreas entre los municipios de Chiclana, San Fernando, Puerto Real, El Puerto de Santa María y Cádiz. Las investigaciones de diversos especialistas hablan de que llegaron a existir 152 salinas en explotación en la provincia a principios del siglo XX ocupando una superficie de algo más de 5.500 Has. y una producción anual en torno a las 300.000 toneladas. Fue la edad dorada de las salinas, por supuesto, también en Chiclana, donde se han constatado la existencia en 1919 de 38 fincas en producción, la mayor cifra de su historia. Ya a mitad del siglo XX, casi un siglo después, sola la mitad de ellas la que producía el llamado “oro blanco”. En los años sesenta, el declive es irremediable por la industrialización de grandes salinas en el Mediterráneo, los nuevos barcos congeladores que pusieron fin a los lastres de sal de los pesqueros, el descenso de precio, el auge de la conservación de los alimentos mediante aparatos frigoríficos… En torno a 1980, ya habían desaparecido el 90% de las salinas existentes en Chiclana. Hoy apenas nos queda una productora de sal, reconvertidas muchas de las restantes en explotaciones acuícolas.
Es la Salina de Bartivás la que aún mantiene la tradición artesanal, familiar y llena de pasión que ha caracterizado al salinero chiclanero. La familia Ruiz-Serrano la ha mantenido desde 1927. Eran entonces Joaquín Ruiz Belizón, el bisabuelo de los actuales propietarios, quien la adquirió, pasó luego a su hija, Ana Ruiz Marín, y de ahí a su sobrino y ahijado, Joaquín Ruiz-Serrano Morales, que ha sido el gran alma de Bartivás. Desde entonces, dos de sus hijos, Antonio y Pilar Ruiz-Serrano, mantienen una producción firmemente tradicional. Salina que produce una magnífica sal marina virgen y también una exquisita flor de sal que comenzaron a envasar hace ya casi una década. Una producción ecológica muy apreciada en Francia, a donde destinan gran parte de la misma. Bartivás, con su salero, su montón de sal, visible a las puertas de la ciudad, es también parte irrenunciable de nuestro paisaje y de nuestra historia.