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EL VINO Y LA SAL han sido fundamentales en el desarrollo social, económico y urbanístico de Chiclana desde su origen fenicio, pero, especialmente, desde el siglo XVI hasta finales del siglo XX. Fue el vino, la tradición secular de viñas y bodegas, la que justificó que Alfonso XII le otorgara en 1876 el título de “ciudad”. Una Chiclana, entonces, que superaba las 3.500 hectáreas de uva palomino, rey y moscatel.

Bien andado el siglo XX, en torno a 1970, la ciudad contaba todavía con unas ochenta bodegas y más de 3.000 hectáreas de viñedo. Hoy, apenas supera las 200 hectáreas, pero la viticultura sigue siendo una tradición artesanal, familiar e íntimamente ligada a la identidad de Chiclana. Con sus extraordinarios finos y sus afamados moscateles, forma parte de la D.O. Jerez.-Xérès-Sherry.

La marisma –que, en su mayor parte, está dentro del Parque Natural de la Bahía de Cádiz– ocupa un tercio de los 203 kilómetros del término municipal de Chiclana. En ella llegaron a existir, a mediados del siglo XIX, hasta 38 salinas, cinco molinos de marea y el mayor número de tajos de toda la provincia de Cádiz. Hoy apenas quedan unas pocas salinas artesanales, muchas otras han sido reconvertidas en esteros y explotaciones acuícolas, aunque un buen número permanecen abandonadas. El rico ecosistema que conforma el Parque Natural de la Bahía de Cádiz está marcado por la memoria del esplendor salinero.

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